Olor a lavanda. Eran casi palpables los recuerdos que
acompañaban a ese olor tan típico. Se sentó en las escaleras un poco
desvalijadas por los años, sintiendo como los escalofríos iban poniendo de
punta cada bello de su piel. Aún podía sentirla. Marta nunca iba a desaparecer
de su vida; aparecería siempre con ese olor, o cada vez que una ola rompiera en
la arena, con la risa interminable de un niño, el sonido del piano, la luz tenue, las sábanas de seda, las fresas con chocolate, las fotos en blanco y negro,
la música a media noche, el “buenos días princesa”..
Y en ese sótano oscuro y húmedo, lloró. Lloró como no lo
había hecho desde que Marta se fue. En aquel llanto profundo podía sentirse
como la tristeza sonaba fuerte, apoyada en la desesperación, luchando contra la impotencia
de perder algo tan grande.
Tras horas de llantos y patadas al aire cargadas de rabia, pudo
despertarse de aquel amargo sueño que le había absorbido. Y sintió como Marta estaba
a su lado, abrazándole de esa manera tan dulce a la que acostumbraba, dejando
ver sus mofletes repletos de pequitas a través de su pelo corto alborotado. Qué
bueno era respirar ese olor a lavanda que desprendía la fragancia de su piel.
¡Dios mío, cuanto la quería! Una mirada de un segundo le hacía olvidarse de
respirar.