Sentí el roce de su mano de una forma diferente a todos los roces de mano que he sentido en mi vida.
“¿Me pasas la sal?” Me dijo, tocando dulcemente mi brazo. Era el hombre más impresionante que había conocido en mi vida. O mejor dicho, que había visto. Noté que en ese pequeño instante me había enamorado de él, y sólo tuve que desviar mi mirada una milésima de segundo a sus ojos para cerciorarme de que así era. Le pasé la sal. “Muchas gracias bella”, me dijo sonriendo, yéndose. Y me invadió con su energía. Una energía transmitida por su mano, sus ojos, su sonrisa y nada más. Una que jamás nadie me había transmitido y que me había hecho vibrar de felicidad.
Desde aquel día, extraño aquella sensación y me paso todas las tardes por el supermercado, confiando que con un poco de suerte pueda volver a encontrarme a aquel hombre de gabardina marrón, tímidas canas y sonrisa tan amplia y sincera que podría regalarle felicidad a todo aquel que la necesitara.