¡Dios mío, cuánto la quise! A veces sentía que el corazón iba a escaparse de mi pecho.
Volví a leer su mensaje. “Necesito abrazarte”, decía. Era precioso. “¿Precioso? ¡Pero si sólo son dos palabras!” solían decirme. “¡Pero qué dos palabras!”, pensaba yo. Nadie sabía lo que aquel mensaje quería decirme. Pero yo sí. Nuestra relación se basaba en abrazos. Abrazos de bienvenida, de despedida, de apoyo... Abrazos que decían “te echaré de menos” o “no quiero separarme de ti”. Incluso, “esta noche voy a hacerte el amor hasta el amanecer”.
Volví a leer su mensaje. “Necesito abrazarte”, decía. Era precioso. “¿Precioso? ¡Pero si sólo son dos palabras!” solían decirme. “¡Pero qué dos palabras!”, pensaba yo. Nadie sabía lo que aquel mensaje quería decirme. Pero yo sí. Nuestra relación se basaba en abrazos. Abrazos de bienvenida, de despedida, de apoyo... Abrazos que decían “te echaré de menos” o “no quiero separarme de ti”. Incluso, “esta noche voy a hacerte el amor hasta el amanecer”.
Y ella necesita abrazarme. Y yo, claro. La abrazaría siempre. Es más, estaría con ella siempre. “¿Y por qué no estás con ella?” preguntareis. No es sencillo. Ha tenido que irse lejos, y yo no he podido correr detrás de sus pasos. Pero tranquilos, hay tiempo. Yo estaré aquí, sentado en el mismo sillón de cuero de siempre, fumándome un cigarrillo mientras preparo el trabajo de mañana, como cada día. Y el día en que ella vuelva, la abrazaré quinientas veces al día... ¡O mil si hace falta!
¡Dios mío! Cuánto la quiero…